martes, 7 de junio de 2016

DELPHINE : IGLESIA


*Favor de leer el relato con la melodía adjunta.

Los suaves rizos rubios de mi niña hermosa vuelan a su pausado andar, entra con cándido paso a la iglesia que la recibe con sus puertas abiertas como las alas de un ángel celestial y generoso. Los vitrales de colores con mártires figuras dejan pasar la luz del día que va desfalleciendo. El olor a la madera del techo que gótico se alza en altas naves en punta, las banquetas de tosca madera y la obra del artesano que talló esos relieves convirtiendo el tronco y el yeso en figuras santas la rodea con las vírgenes y los niños que la miran acercarse al altar de nuestro Señor Jesucristo que con su mirada caída contempla sus pies ensangrentados y atravesados.

Lo mira con pena, con la dulzura de sus años y la piedad de sus grandes pupilas. Sus pies sangran sobre cruz de madera con líquido de roja cera.

Una hilera de sacerdotes va entrando desde la sacristía, no se ven sus pies, sus hábitos los cubren y se mueven sobre el pulido piso como ángeles oscuros levitando. Mi niña parada al centro, entre las bancas y el altar sagrado, sólo los mira con su pequeño muñeco tuerto aferrado.

Sus ojos brillantes de rojas chispas, que opacan su pálida piel mortecina,  los observan mientras la ignoran, su pequeño cuerpo quema, su carne trémula tiembla al sentir el escozor del lugar. Esboza una forzada sonrisa de dientes de perla y su cara se enciende en la más pura esencia.

Una mano toca su hombro, estruja su delicada manga de seda rosa y mi pequeña levanta su mirada agradecida de ser recibida en aquel bendito lugar. Acostumbrada ya a ser creída huérfana, infla sus redondas mejillas sonriendo, balbucea, ríe y llora mientras cuenta. Es recibida y llevada dentro de la casa de Dios, pasará la noche ahí antes de llevarla al lugar donde yacen sus demás hermanitos de infortunio.

La noche cae rauda y las voces de los cantos sagrados llegan hasta sus oídos a través de los corredores en donde revotan los ecos de las palabras. Lámpara de aceite en mano, recorre los vacíos pasillos. Sus pasitos en zapatos de charol retumban en la oscura noche y su sombra se deforma bailarina en una gigantesca imagen.  

El comedor está encendido con velas por doquier, un sacerdote canta mientras los demás comen opíparos alimentos que jamás vio en orfanato alguno. Los rechonchos curas llenan sus tripas y los restos que no pueden masticar caen por la comisura de sus gruesos labios.

Pequeña fiera vengativa y justiciera recordando los enjutos cuerpecitos de los que se alimentó, los delgados niños que llenaron sus venas secas con el poco vital liquido que podían producir. Pobres huérfanos, pobre pequeña escoria de las calles que comían lo que aquellos sobraban.

Se acercó a pedir comida a la gran mesa, su manita estirada y su rostro de evocación no consiguieron la generosidad de ninguno de aquellos adiposos santos varones. Empujada, ignorada, manoseada y humillada se sentó en una de las esquinas del lugar oliendo los potajes. Sus dedos jugaban con el cascabel regalado por su pequeño muñeco de trapo y sonrisa cosida. Su sonido la acompañaba mientras planeaba, mientras calculaba.

Se sentó en el regazo de uno de los curas alejado a descansar, acarició su rostro con sus blancas manitas enguantadas, sentía las manos del mismo sujetándola, rozando vestidito y muslos, encajes y talle, bordados y pechos inexistentes. Dilató las azules pupilas como su naturaleza impía le había enseñado, dejó caer su influjo sobre el pérfido que perdido en aquella maldita mirada infantil se dejó llevar. Su pequeña boca se adhirió a la gorda garganta, los incipientes colmillos se hundieron entre grasa y piel, succionó hasta saciarse dejando caer, esta vez, gotas bermellón por sus labios y gotear a su rosado vestido. Balanceaba sus piernitas que no llegaban al piso sintiendo como los latidos del infortunado se iban acallando, como su sangre comenzaba a formar parte de ella. Su alma inmortal se consumió en fuego sádico, la euforia hizo presa de su voluntad, sus diminutos dientes se volvieron cuchillas, arrancaron labios, lengua y pedazos de rostro. Escupió asqueada el pellejo limpiándose con el delicado pañuelo. Lloriqueó al ver su vestido manchado por vez primera sacudiendo la cabeza en un reproche contra sí misma. Sus bucles dorados bailaban de un lado al otro sobre la tersa tez.

Ya el cielo estaba oscuro adquiriendo un matiz purpura que prometía una noche clara. Acarició los lacios cabellos de su víctima y con un beso en la frente agradeció su vida por la propia.

Se alejó del lugar, los curas aun comían y su pequeño cascabel se dejó oír hasta desaparecer entre cánticos y mordiscos.  Ya lejos, volteó hacia el templo y por los coloridos vitrales observó la fila de monjes que caminaba lentamente cantando como una procesión infernal.


Mi querida niña torció su boca de rosa en una perversa sonrisa  al escuchar el grito desgarrador que llegaba desde la basílica. 



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