sábado, 29 de octubre de 2016

CEMENTERIO

Entre los pabellones me movía, el viento soplaba cantando como un lobo furioso a la luz de la luna. Los árboles desnudos movían sus ramas marchitas, y el plomo cielo del día me acompañaba en mi visita.

El cementerio lleno de lapidas sucias y descuidadas me abría sus pasadizos sin fin. Los pabellones parecían tan altos que te encerraban entre ellos. Caminaba buscando el nombre del Santo que le daba su nombre a la cuadra en donde ella descansaba.

El polvo se arremolinaba a mis pies llevado por el frió soplo del aire.

Había cambiado mucho el lugar desde la última vez que lo visité. Ingrato yo que me alejaba del ser más noble, inmerecido de llamarme su hijo.

Al fin llegué. “San Cosme” rezaba el muro donde cientos de nichos acogían los cuerpos que se iban pudriendo, aunque por lo antiguo que era esa parte del cementerio, ya todos los difuntos debían ser polvo.

Levanté mi vista a su lápida, donde una mano blanca marmórea tomaba una rosa entre sus dedos, más abajo, su nombre y la fecha en que me dejó, 25 de abril de 1977.

“De amor nadie se muere”, siempre he leído y escuchado. Nada más falso, aunque sólo he conocido a una que murió de amor.

Arrodillado bajo su fría lapida rezaba, lloraba y recordaba. Trataba de recordar sus caricias, su voz, su forma de mirarme como lo único que le dejó ese amor que la mató. Y también el rostro del asesino.

El viento se llevaba mis lágrimas pegando el sucio polvo en mi rostro.

“¿La conoces?” – sonó una voz a mi espalda.

“Era mi madre” – respondí mirando al hombre con un gran abrigo que le llegaba a los tobillos y que se alejó sin darme tiempo a preguntar lo mismo.

Las borlas de su negro abrigo se movían como lúgubres alas, volando mientras se alejaba.

Su rostro pegó como un rayo en mis recuerdos infantiles, así como el dolor de mi madre al perderlo. Su llanto, su desesperanza, la delgadez de su cuerpo al dejar de comer por la pena, sus lágrimas escondidas en cada rincón del hogar que tuvimos. Su último suspiro al romperse su corazón literalmente. Mi infancia sin ella.

Me puse de pie dispuesto a seguirle sacando mi correa la cual enrollé en la mano, serviría para dejarlo inconsciente al rodearle el cuello.  Después de todo, mi madre siempre lo quiso de vuelta y había algunos nichos vacíos dentro de los cuales nadie lo escucharía gritar.


¡Papá! – lo llamé a través de los largos pasillos. 



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